A los 67 años Ricardo Herscovich hizo 120.000 kilómetros en su moto para unir en tres años Alaska con Ushuaia. En esa travesía vivió lo que Konstantinos Kavafis dice en su poema “Itaca”: el viaje halla su sentido sólo en sí mismo, en el hecho de ser viaje.
Salió de su casa en Villa Dolores rumbo al norte hace poco más de cuatro años sin saber a dónde llegaría. Aunque como amante de las motos tenía “bastante” experiencia a nivel regional siempre las veía -siguiendo por redes sociales las travesías de otros motoqueros- como un “sueño utópico”. Hasta que un día se lo comentó a uno; le dijo que estaba disfrutando a través de Facebook su aventura. “Si querés, también la podés hacer”, fue la respuesta.
A los ocho meses Herscovich salía con su Kawasaki KLR 650, “confiable y noble”. Insiste en que no tenía una estructura previa definida y etapas predeterminadas; sólo ir hacia el norte con su equipo completo de camping, herramientas, repuestos y el mate. “Años de contactos por Facebook nos van dando una hermandad motoquera americana y mundial; así que algunos me fueron recibiendo; otras veces acampaba o buscaba un alojamiento barato”.
Advierte que -a diferencia de viajeros más jóvenes que van trabajando en la ruta- él no iba decidido a hacerlo. Usaría sus ahorros y la red de contactos. “Lo hice muy tranquilo, visitando todos los países sin prisa, disfrutándolos, integrándome a los lugares”, describe.
Asegura que no le fue complicado; repite que se le hizo fácil: “De a poco, a medida que se avanza, uno se va haciendo de una coraza que lo protege de extrañar porque la aventura es maravillosa; pero en todo este tiempo también me privé de cosas que pasaban en mi casa, a mi gente”.
Herscovich tiene tres hijos, nietos y una vida como instructor de vuelo y piloto comercial. Su trabajo -señala- también le dio satisfacciones; por eso no se arrepiente de no haber encarado el viaje antes. Reconoce que, a su edad, los aventureros son menos. “Es muy difícil encontrar a alguien que se prenda en un viaje sin tiempo; la salud me acompañó y recién cuando regresé tomé noción de lo hecho”.
En su página de Facebook Viejo Viajero x América hay postales y vivencias del viaje. “Ojalá sirva para motivar a otros, para que algún otro se decida, que no piense en la edad o en los impedimentos sino en las oportunidades que nos da la vida”.
Todavía se ríe cuando recuerda que el día que emprendió el viaje familiares y amigos lo felicitaban. “Por qué tanta euforia, si todavía no hice ni un kilómetro”, les contestaba. El tiempo fue pasando junto con los kilómetros; sólo en México anduvo 17.000. “Cuando cubrí toda Sudamérica estaba feliz con lo alcanzado y, cuando me quise acordar, estaba en Estados Unidos”.
Apunta que los momentos más complejos fueron en 2014, en el salar de Uyuni, Bolivia. Iba entusiasmado para seguir el paso del Dakar, pero por una “caída tonta” se quebró el tobillo. “Por supuesto que no vi ni un auto porque estaba ‘pata para arriba’”. La fractura soldó “más o menos bien”. El otro, fue un desbarranco en la alta cordillera de Perú.
“Aparecían cosas difíciles -agrega-, pero siempre se arreglaban. Al otro día, seguía”. Al entusiasmo lo alimentaban los lugares, la gente; “lo que conocía de películas, de ver en la National Geographic, me tenía a mí de protagonista. El monumento de la mitad del mundo; ver funcionando el canal de Panamá; estar al pie del Golden Gate en San Francisco”.
Cuando arrancó calculaba estar un año afuera; pasó ese tiempo sólo entre Estados Unidos y Canadá esperando para entrar a Alaska con mejor clima. El 21 de junio, justo el día de inicio de la primavera, vio el cartel de bienvenida.
“Estaba tan exultante que casi me pasé de largo -relata-. No lo podía creer; hice las fotos y estuve un día en un pueblito para después hacer base en Fairbanks”, la segunda ciudad de Alaska. Reitera que no le interesaba sacar la foto y volver, sino conocer. El teléfono que llevaba de una chica brasilera le abrió las puertas de nuevos contactos que lo orientaron en su recorrida.
Herscovich se ríe de porque sus hijos se asombran de que pasa de no conocer a nadie en un lugar a, rápido, hacerse de amigos. “No sólo te brindan un techo, sino que comparten su propia familia y eso es maravilloso”, explica.
A lo largo de la charla con el diario LA NACIÓN reitera que lo mejor del viaje es disfrutar de “nuevos sabores, nuevos olores, compartir costumbres, suplantar las propias por otras, abrirse a las sorpresas”. Admite que hace falta una “dosis de locura” para decidirse, pero subraya lo gratificante que es “conocer, compartir”.
Fuente: La Nación